Juan Eduardo Mateos Flores
Nuestros días están llenos de recuerdos. Todos los días y a todas horas, mientras la vida pasa frente a nuestras narices, algo siempre está ahí latente, listo para ser recordado. Momentos que se vuelven estampas, flashbacks que nos inundan de nostalgia, objetos que nos disparan remembranzas: una calle, una casa, un sabor, un olor, un ruido.

Pessoa
Créditos de la imagen: https://delaciegaquecreequeve.tumblr.com/
Justo escribo esto pensando en los que me sucedieron hoy.
El primero frente a la ferretería de por mi casa: había un viento agradable y yo tenía la encomienda de ir a comprar tubería negra porque en casa, una parte de la misma instalada subterráneamente, se fisuró. Mientras esperaba a que me atendieran, volteé hacia atrás y vi la tienda donde pregunté por mi perro, en paz descanse, que por aquel entonces se había extraviado por primera vez y a quien la dueña reconoció cuando le pregunté por él con foto en mano. Ese ligero recuerdo removió cosas que fueron desencadenando otras, dejándome completamente herido de nostalgia y pasado, recordando que no he vivido el duelo de la muerte del perro que me acompañó más de diez años de mi vida y el cual he decidido ignorar, porque a mí esas cosas de la muerte me afectan bastante: me siguen recordando las personas que he perdido para siempre y que jamás podré recuperar.
El segundo sucedió en el Macdonalds de zona norte, al lado de mi actual pareja y Sophie, su intrépida hija de cinco años. Mientras yo la veía subir y bajar de los juegos, cruzar el puente mientras hacía los mejores amigos de la vida que jamás volverá a ver, yo recordé las veces que le endilgué a mis padres llevarme cada tanto a ese lugar por una cajita feliz pero sobre todo, esperarme mientras yo me divertía en esos mismos juegos, haciendo acrobacias, y diciéndoles: papá, mamá, miren cómo lo hago.

Al final, pienso que son estos recuerdos los que hacen que la vida tenga más o menos sentido. Pero qué pasa cuando tu experiencia personal además de tener este tipo de recuerdos, está atravesada por esos recuerdos que nunca tuviste, y que por más que lo intentes, jamás tendrás alguna vez.
Justo esa es el cuestionamiento que me hizo ver Mariner of the Mountains (2021), ese ensayo personal hecho documental, realizado por el cineasta y artista visual brasileño Karim Aïnouz y que me hizo recordar todos esos ensayos íntimos que he leído, ensayos que son una búsqueda y exploración íntima a cuestiones personales que obsesionan a sus autores.
Ser padre, ser hombre
Mariner of the Mountains(2021) cuenta la historia de Karim Aïnouz, quien con 54 años, y viviendo aún el duelo de la reciente muerte de Iracema, su madre bioquimica e investigadora, viaja a Argelia por primera vez, el lugar de donde es su padre, el mismo hombre que los abandonó para irse al frente a pelear la Independencia de Argelia, ocurrida entre 1954 y 1962.
Según mi experiencia, cuando se piensa en paternidad, se hace en dos polos contrarios: el padre que abandona o se ausenta o el padre que protege. Por eso no es de extrañar que Aïnouz, tras quedarse huérfano de madre, haya emprendido dicha búsqueda: la que a veces todo hijo abandonado emprende para buscar respuestas a las preguntas que seguramente le obsesionaron toda su vida. Y precisamente así es como Aïnouz inicia su travesía, aclarando esos puntos ciegos mientras navega sobre un barco el Mediterráneo -y no por avión- para explorar ese pueblo montañoso que es Kabylia, Argelia, el lugar que sólo “era un punto ciego en el horizonte” y del que sólo conocía a través de las cartas que su padre enviaba.

En la exploración del yo interior, Aïnouz juguetea como narrando una carta de viaje que dirige alternadamente tanto a su madre como a Majud, su padre,—al que cuando conoció, no vio el gran combatiente que él imaginaba sino un hombre equis cuyo mayor logro era tener una familia—; tanto como a sí mismo.
Y es en esa exploración, haciendo gala de dichas confesiones, cómo se sumerge en la Argelia que él va reconociendo gracias al contacto con sus habitantes en general, revelando detalles que a lo mejor no son los más impresionantes pero que sí reflejan una condición de extranjería que él pareciese no querer estar viviendo: desde que el guardia de migración le pregunta por su apellido, Aïnouz, Karim siente alivio por primera vez de que no tiene que pronunciarlo dos veces ni mucho menos deletrearlo.
Sin embargo, aunque no quisiera, no puede escapar a ello: para poder hacer retratos en la capital tanto como en Kabylia, el pueblo de su padre, usa de pretexto ser un reportero brasileño, lo que le permite acercarse a esas generalidades que le dan sentido a los lugares que se nos van revelando como en un viaje por carretera: las costumbres del lugar, los sitios donde sus habitantes se reúnen, el carácter de los lugareños para recibir a los extraños. Detalles aparentemente superfluos como el malencaramiento o el buen recibimiento hacia ello, como la señora que dice: “haz que nuestra Kabylia se vea hermosa”.

Y entre todo eso, también, detalles que regularmente hacen que los hombres sean culturalmente hombres: Las fraternidades en las cantinas y bebederos, la afición por los relatos de la guerra, o esta necesidad de acercarse con la intención de explicar cosas que nadie ha pedido, así sea la de la propia épica personal como justo sucede con el pescador que Aïnouz se encuentra en una orilla: quien pasa de una solitaria contemplación de las cosas a confesarse como un viejo combatiente que orondo presume saber usar fusiles para la guerra.

Aïnouz utiliza, además, detalles visuales vertiginosos, fotogramas que intercala para darle respiro a las confesiones sentimentales que mezcla de vez en vez con datos de memoria local como lo son los propios relatos y mitos fundacionales del lugar: Aïnouz sabe que toda historia personal navega en su propio contexto sociohistórico, que toda historia personal no escapa a la historia general de todos los hombres. Quizás por eso también hace hincapié en que su abuelo, quien a pesar de haber dado su vida y su tiempo para obtener la independencia argelina, terminó siendo exiliado y obligado a vivir en él.
Quizás como diciendo: Mi padre y mi abuelo dieron su amor y su vida no por una familia sino por estos ideales abstractos que permitieron llegar a esta tierra de la que nunca fui parte pero que ahora estoy filmando para intentar comprender mi pasado.
Calentura
¿Qué tiene que ver un ensayo personal sobre la paternidad, la migración, el exilio, los conflictos sociales con el mundo marinero? ¿Es acaso un juego de lenguaje el término mariner of the mountains?
Aïnouz no lo dice del todo hasta el final de la película, pero lo va sugiriendo con esta mezcla de imágenes alternadas de montañas y mares. Siento que la mayor pista la arroja en la apertura del documental, en esa especie de epígrafe que se menciona sobre la calentura: esta horripilante sensación de calor que le daba a los marineros durante las noches gracias a las largas travesías que estos surcaban en los trópicos y que los hacía levantarse de su habitación para acercarse a los límites del barco e imaginar que allá abajo, en el tempestuoso mar, había un lugar paradisiaco al que sólo deseaban arrojarse y fundirse.

Y este documental se puede ver así, producto de una calentura personal debido al duelo que Aïnouz, curioso, sentimental, atraviesa. Deseoso de sumergirse en ese mundo que muchas veces le hizo sentirse así: la de una ensoñación paradisíaca, la de soñarse siendo el argelino que nunca fue, caminando, como cualquiera de esos jóvenes estudiantes del pueblo paterno, como el niño que Aïnouz intercepta y retrata. Una calentura personal que transforma en una carta de amor a la relación que sus padres nunca continuaron, y de la que él mismo cuestiona si pudo haber sido mejor: “quién sabe si hubieras soportado dejar tus algas si Majud hubiera ido por nosotros”.
Una carta visual con cambios en la paleta de color: imágenes rojizas, azulozas, moradas, acompañadas por una voz en off cálida que hacen sentir añoranza y nos dejan con esa sensación de “¿y qué hubiera pasado si…?” Una carta, pues, sostenida por las emociones y confesiones de Aïnouz, y cuyas imágenes, como sacadas de algún cuento de fantasía o ciencia ficción, parecen ser provenidas de ese lugar extraño y abstracto en el que se materializan los recuerdos.
Juan Eduardo Mateos Flores (Veracruz, 1991) es narrador. Autor de Reguero de Cadáveres (Los libros del perro, 2021). Becario PECDA 2022 con el proyecto Aquí perreaba tu mamá, aquí conoció a tu papá: crónicas de reggaetón jarocho. También es librero en Mar Adentro.
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