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Bardo: crítica crónica de una falsa verdad

Juan E. Mateos Flores

“Una gran charca de agua sin profundidad”, “una tropicalizada 8 ½ de Fellini”, “una película pretenciosa y egocéntrica”, etcétera, eso es lo que leí o escuché, más o menos como una generalidad, antes de ver Bardo: falsa crónica de unas cuantas verdades (2022): la nueva película del mexicano Alejandro González Iñarritu. Opiniones encaminadas a calificar el largometraje como un simple egotrip, nada más y nada menos que un flatus vocis narrativo con el que González Iñarritu usa glosas de los conflictos nacionales de pretexto para hablar de sí mismo.

Traigo esto a colación porque también en ese sentido son los comentarios que se han vertido en algunos medios nacionales y que me tiré después de ver la película. Dichas opiniones me hicieron recordar las que se depositan frecuentemente en las redes, así como en las fiestas a las que suelen acudir personajes con boina o sacos con coderas: esos lugares en los que se desprecia o minimiza cualquier obra artística por el tamaño del ego de quien la produce. 

A veces así me imagino a dichos personajes: agazapados bajo una luz mortecina, bien concentrados en la pasividad de sus cuchitriles, vertiendo horas y horas de su razonamiento en cada obra cinematográfica, cada libro de su estante, cada pintura que han visto en internet para poder llegar a la poderosísima conclusión que creadores como Proust, Otto Dix y Elia Kazan tenían el ego más grande y denso que nuestro sistema solar.

Los pormenores del éxito

Bardo: crónica falsa de unas cuantas verdades (2022) cuenta la historia de Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho), un periodista-documentalista cuya obra ha ganado más notoriedad en el extranjero que en su propio país de origen. Tan es así que un funcionario del gringo, en un contexto donde Amazon quiere comprar un estado mexicano fronterizo, busca acercamiento con la investidura documental de nuestro protagonista. Pretexto adecuado para revisar en tono de sorna uno de los mitos nacionales importantes de nuestra historia: la defensa del castillo de Chapultepec a manos de unos púberes cadetes que terminaron derrotados ante el poderío militar invasor y magnificados por los relatos oficiales: por ahí se puede encontrar aulas en las que esa derrota se considera todavía una de nuestras más grandes hazañas.

Vilipendiado por muchos y amado por unos pocos, Silverio Gama (Giménez Cacho, sobriamente fabuloso) no sólo está a punto de recibir uno de los galardones más importantes para un periodista en el extranjero, sino que también regresa a su país para ser homenajeado por la asociación de periodistas gracias a sus dotes creativos: usar el falso documental y su propia historia personal para mostrar una realidad nacional decadente, contradictoria, no muy distante de su resultado —desapariciones, cuerpos cayendo— al de su origen —La Conquista, cuerpos masacrados por españoles—.

Pero además, Bardo (2022), es un retrato en el que el propio González Iñarritu juega con los límites del material de su propia vida —su relación con sus hijos (Ximena Lamadrid e Iker Sánchez) (hay quien dice que el cineasta hizo toda una película para intentar llamar su atención), el duelo de su esposa Lucía (Griselda Sicilliani) por la muerte temprana del bebé que tuvieron, su vida en la radio y su salto al cine— y la ficción: estoy seguro que más de uno como espectador intentó encontrar aspectos de la vida real del cineasta en la película así como en ese producto cultural realizado por Silverio Gama: el presumible alter ego del también productor.

Bardo (2022) comienza como un viaje onírico y termina en un estado catatónico, sólo hasta el final se puede intuir que era la falsa crónica de una sola verdad: la de la creación, por algo esa difuminación entre la ficción y lo real me hizo recordar por momentos el maravilloso cuento de Continuidad de los Parques de Julio Cortázar. El viaje onírico inicia por los saltos de un hombre de respiración agitada, un hombre que salta para separarse de la tierra y suspenderse, así como en los sueños. Es ahí donde inicia y termina el relato que se difumina, y que, por el maravilloso juego de visuales y sonidos, crea escenas previas que se confunden pero que se entrelazan al final, revelándose. 

La migración del éxito

El éxito a veces puede ser un gran baile. Como el que un Silverio Gama (Giménez Cacho) hace en el momento previo en el que le entregan su reconocimiento, después de saludar a familiares y amigos con los que no ha convivido en mucho tiempo y que por obvias razones le reclaman su lejanía. Las referencias de Bardo a este tipo de bailes, como el que sucede ahí y como el que sucede cuando se pasea por un estudio de televisión, hacen recordar La Grande Bellezza (2013) de Sorrentino.

Pero también el éxito puede ser un lastre: el hecho de sentir que nunca todo el que se obtiene es suficiente. Por algo tanto nos obsesiona el famoso síndrome del impostor, nos repatea la falsa modestia y de vez en cuando nos ofendemos cuando se burlan de la depresión: esa enfermedad de burgueses para los que gente trabajadora no tiene tiempo de sentir, tal como le dice un padre revivido a un Silverio Gama empequeñecido. Una escena conmovedora para un país de machos, cuya novela nacional —si es que pudiera existir algo como eso— debido a la ausencia parental, debería ser Pedro Páramo.

Y ya que hablamos de cuestiones nacionales, no pudo faltar la revisión de la migración privilegiada y su conflicto de identidad a través de la familia del propio Silverio, cuyas costumbres fueron moldeadas por la vida gringa de los móls y las universidades gringas y que, aunque ven a México como un país pobre y sin chiste, olvidan la pequeñez a la que los reduce el American dream, el cual supedita a los estudiantes latinos a soñar en pequeños escritorios de cuartos pequeñísimos con un costo en pesos de mansión.

Recurso para explorar el trillado el peor enemigo de un migrante es otro migrante de su misma nacionalidad: ahí está la escena del guardia moreno nacido en el gabacho menospreciando a la familia por la clasificación de sus visas. Aunque se ve una clara muestra de buenas intenciones, como cuando se hace una antología incluyente para visibilizar, al final es sólo una chata crítica como la que intenta hacer de todos los temas sociales que se abordan aquí: un breve acercamiento paródico al sueño, regularmente, regio y fronterizo, del mexicano que viaja y vive en el extranjero —o que sueña— y que busca distanciarse de ciertas costumbres nacionales para ser aceptado por la “apacible” vida blanca. No por algo le preguntan a un Silverio esquivo: Y usted, ¿se siente más mexicano o de allá? 

Pretensión, oh, pretensión

En todas las artes y oficios, es común escuchar sobre las vacas sagradas. Esas personas que su trabajo, tiempo y constancia los hace formar parte de la historia de algo. Por eso es común escuchar decir sobre ellas: que están más allá del bien y del mal y que ya pueden hacer lo que les pegue la gana. 

Aunque me parece que Bardo no se limita a eso, el voy hacer lo que se me pegue la gana de uno de nuestros cineastas más maduros, —digo nuestros aunque su producción esté más cerca de Hollywood que de estudios Churubusco— siento que es una revisión a la creación misma y todo lo que le rodea: la familia, la prensa, la soledad del artista, el éxito, el fracaso, la identidad. Sobre ello, siento que el mejor acierto de esta película es lograr avisar la recreación de todo lo que se ha discutido en redes, mediante el manejo de uno de estos personajes de lo que Iñarritu llama la industria pública de la humillación y antiguo compañero de trabajo de Silverio: el entrevistador del programa Supongamos, Luis (Francisco Rubio). Poner en tela de juicio, encima del análisis de la propia obra, el ego del autor. Estas son tan sólo unas cuántas de las cosas que Valdivia dice y que irónicamente se ha dicho también sobre la película real en la esfera pública del comentario:

1.(Tu documental) es un ejercicio sumamente pretencioso e innecesariamente onírico. 

2.Lo onírico, lo único que hace es ocultar tu mediocridad en la escritura. 

3.(Tiene tu documental) una sumatoria de escenas carentes de sentido que no sé si me hacen jetearme o cagarme de risa. 

4. Todo está dicho como en metáfora, pero sin inspiración poética. 

5. Es como si te lo hubieras robado de algún lado. Es banal, fortuito

6. La vida no funciona así, hay una cronología, un orden, causas, consecuencias. 

7. Rompiste con todas las reglas del juego. 

8. No pudiste con tu ego, te metiste en la película. Usas la historia para hablar de ti mismo. 

Con un amigo bromeaba que el título de Bardo puede ser un juego de palabras que hacen referencia a Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia (2014). Mal pronunciados por un mal inglés, ambos títulos pueden sonar parecidos. Lo cierto es que ambas películas comparten la exploración del éxito y del fracaso y su relación con el artista en declive o a punto de caer. Si este mal chiste fuera cierto, entonces la argentina Victoria Ocampo tendría razón en su ensayo sobre la azarosa vida de las hermanas Brönte. Y como en el ensayo tanto como la crítica, nos permite también a los escritores hacer lo que nos da la gana, me voy a tomar la licencia de parafrasearla:

El guion que se atreve a confesarlo todo porque habla en lenguaje cifrado, nos aclara lo que el cine disimula: cada director sólo tiene una cosa que decir y no puede hacer más que repetirla en todos los tonos, cualquiera que sea la extensión, variedad y riqueza de su claqueta.

Juan Eduardo Mateos Flores (Veracruz, 1991) es narrador. Escribió el libro de crónicas Reguero de Cadáveres (Los libros del perro, 2021). Becario PECDA 2022 con el proyecto Aquí perreaba tu mamá, aquí conoció a tu papá: crónicas de reggaetón jarocho. Actualmente vive de recomendar literatura en Librería Mar Adentro.

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