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Ciudadano ilustre: entre la fama y el resentimiento

Juan Eduardo Mateos Flores

Una amiga que tiene covid-19 me recomendó Ciudadano ilustre (2016), una película de Mariano Cohn y Gastón Duprat, dupla argentina que desde hace varios años realizan cine a cuatro manos y quienes ya habían rozado el tema de la literatura en algunas de sus obras audiovisuales: en el 2003, por ejemplo, trabajaron con el escritor Alberto Laiseca (1941-2016) para hacer la serie de televisión Cuentos de Terror.

Debo hacer una confesión: esta reseña publicada tenía que haber sido sobre el documentalista italiano Gianfranco Rossi, de quien aún no puedo decir gran cosa, no por incapacidad o porque no haya nada qué decir al respecto, de hecho, todo lo contrario: sino que siento que aún no me repongo de los sentimientos que me causaron ver dos de sus magníficos documentales que hablan sobre violencia: Notturno (2020) y El Sicario (2008).

Sin embargo, lo que hace un escritor, o el que desea ser uno —no soy crítico de cine—es escribir sobre lo que le motiva. Y algo que siento, nunca debe hacerse, es escribir sobre lo que no se tiene claro porque entonces el texto se leería flojo y forzado. Y quizás escribir esta reseña sobre Ciudadano Ilustre (2016) tiene que ver, por un lado, con esto que aborda la película, con la escritura y sus vicisitudes, pero por el otro, con las cosas que la película me hizo sentir debido a la experiencia de la publicación de mi primer libro. Natural, supongo porque los temas que atraviesan esta película pueden interesar a cualquiera, pero más a quien escribe de manera profesional o, en su defecto, como en mi caso, quienes aspiramos a hacerlo.

La historia es muy sencilla: un escritor latinoamericano, quien al parecer lo ha ganado todo, en el ocaso de su carrera, recibe el Premio Nobel. Va, lo recibe, y lanza un discurso incendiario —sin rechazar el premio, claro— en el que se rehúsa a rendirle pleitesía a la monarquía sueca a la par que reconoce que si no ha escrito nada en cinco años es porque, desde entonces, no ha tenido nada que decir.

Punto y aparte, pasando la ceremonia, ya de regreso en España, en el caserón en el que vive, revisa la agenda con su agente literaria: aparecen pendientes e invitaciones a universidades, eventos de caridad, hasta que una en especial toma la atención de nuestro protagonista: una invitación a Salas, su pueblo natal —al que no ha vuelto desde hace cuarenta años— para que forme parte de las celebraciones de aniversario del pueblo y cuyo evento principal es reconocerlo como ciudadano ilustre.

Al principio, el escritor Daniel Montalvani (Óscar Martínez), se ríe de la propuesta. Pero luego cambia de opinión, quizás motivado por esa idea de confrontarse con el reconocimiento de los suyos, de ir contra la sentencia común de que nadie es profeta en su propia tierra. El escritor premiado accede. Cancela todos sus pendientes y le dice a su agente que le agende la ida a Salas pero que, en esta ocasión, prefiere tirarse el viaje solo. 

Lo que al principio parecerá un viaje alentador y de reconocimiento al artista que creció en cierta porción de tierra olvidada por Dios, un viaje de reconciliación del artista con su pasado mostrada desde la perspectiva del retorno del hombre que, como se dice popularmente, la hizo, es decir, que triunfó, terminará por demostrar, poco a poco, la situación perversa que resulta a veces en este tipo de historias: el artista convertido en una especie de objeto de deseo y obsesión por parte de gente a la que seguramente ni le interesa, y que salvo el de haber nacido en el mismo lugar, no tienen nada que ver con él.

¿Por qué no escribes de cosas buenas?

Uno de los aspectos importantes que revisa la película es la relación del escritor con su obra y de cómo la recibe el propio público. Y va más allá: explora la relación que guardan ciertos personajes de ficción que inspiraron la literatura de nuestro ciudadano ilustre, mismos que al principio lo celebran para terminar odiándolo. 

Esta paradoja me hizo recordar mucho la autobiografía de Juan Vicente Melo cuando se burla mucho de cierta afición de la aristocracia veracruzana de ese entonces, de presumir su apellido compuesto. Por burlas como esas, se sabe que Juan Vicente era vilipendiado por la gente que le rodeaba: por no escribir de lo bueno que había en los veracruzanos. Para botón de muestra una escena sucedida en una espectacular actuación en la que un habitante del pueblo —curiosamente también artista— increpa al escritor por dibujar en sus escritos, a la gente de Salas, como personas de baja moral. 

Y para otro botón, otra escena: justo una persona del público que asiste a una de sus clases de literatura, le pregunta: ¿Por qué no escribes de cosas buenas? Particularmente no pude sentirme más aludido. Es un cuestionamiento que estoy seguro de que a más de uno de los que estamos en esto, nos han hecho. Incluso me recordó hace poco un ridículo altercado que hubo en Facebook, donde una chica me cuestionaba que por qué “me robaba” las anécdotas de otros para escribirlas. También las veces que varias personas, incluso de mi familia, me han increpado por no escribir del lado bueno de la gente. Ya ni les cuento cuando exparejas se enojaron y me dejaron de hablar por haber ficcionado algún familiar suyo o sobre el final de nuestra relación. Pero como escribir es exponerse y como bien escuché alguna vez:  Si un conocido tuyo se enoja contigo por lo escrito más de dos meses es porque esa persona ya estaba enojada por otra cosa.

Quizás por eso el protagonista, Montavani reflexiona en más de una ocasión sobre su creación y sus personajes, sobre su desprendimiento de su lugar de origen. Dice Montavani: mis personajes nunca pudieron salir (del pueblo del que nací) y yo nunca pude volver.

Por eso siento que parte de la fascinación de esta película es cuando se ridiculiza esta relación autor-público mediante estas situaciones manejadas a través de sus personajes geniales: de cómo hay personas que pueden tomarse lo creado tan seriamente con la que mucha gente recibe, desde el amor romántico, un te amo para siempre

Es entonces Ciudadano Ilustre una película que critica el ego del artista y su relación con el público de una forma menos sofisticada como la que se hace en Un Homme idéal (2015) de Yann Gozlan, por ejemplo. Y esto se nota porque me parece que hacer una crítica solemne al mundo literario en general no estaba en los planes de los directores. Como buena película palomera, trata con gran soltura y ligereza una sátira al mundo de la creación y de toda la hipocresía que suele rodearla.

Juan Eduardo Mateos Flores (Veracruz, Ver, 1991) es narrador. Sus textos han aparecido en varias antologías y periódicos tanto locales como nacionales. Reguero de Cadáveres (Los libros del perro, 2021) es su primer libro.

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