Lunes 29 de marzo, 2021
Por Juan Eduardo Mateos Flores
Desde hace algo de tiempo que, todas las noches después de trabajar, tomo la bicicleta para recorrer mi barrio: bañado en el cálido y silencioso calor de los recuerdos ruedo por sus avenidas principales divididas en Nueve Etapas y conectadas por estrechos andadores cuyos nombres temáticos agrupados en campos semánticos —planetas, signos zodiacales, aves, dioses y filósofos griegos entre otros— le dan sentido e identidad al primer barrio de obreros de la zona norte, el primer infonavit en el que mucha clase trabajadora en el siglo XX, como mis padres, pudieron conseguir créditos para tener una casa propia.
Esas rodadas nocturnas me hicieron sentir muchas cosas. Sobre todo después de mirar por segunda ocasión la película Ya no estoy aquí(2019) del director mexicano Fernando Frías. Cosas que me hicieron sentir como Ulises, el personaje principal, justo en su escena final, cuando se pone a bailar su propia música mientras al fondo, la ruina y la nostalgia por su ciudad perdida danzan al unísono: mi propia danza fue poner en retrospectiva al vecindario, en aquellos años antes de la llegada del sexenio de Felipe Calderón, cuando salir a la calle implicaba saludar a un montonal de flota en cada esquina, flota que hoy en día que como Isaías, el amigo de Ulises, está en el agujero, o cuyo destino resultó parecido al de Jeremy, quien para salvarse tuvo que redimirse y alejarse de todo volviéndose la estrella rapera de su iglesia.
Una de esas noches en que salí en bicicleta, tuve la fortuna de, tener un breve regreso al pasado: me encontré con unos amigos que bebían, escondidos, en uno de los andadores. Ellos, de mi generación, bebían con dos de los grandes de esa Etapa del barrio, cuyas aventuras implicaban historias sucedidas por lo menos una generación arriba. Ahí en ese encuentro generacional fue imposible no percatarme de que las charlas que solían ser sobre futbol, los pormenores del trabajo y de las tonterías que uno hacía de más morro, terminaron convertidas, como resultan desde hace tiempo, en historias de conocidos recogidos en alguna calle para ser llevados a una reprimenda por la mafia local —muchas perpetradas hasta por sus propios amigos—, historias de flota con la que cotorreabas o estudiabas y que hoy en día no ves o no sabes de su paradero porque es uno de los tantos jefes de dicha mafia, en fin: historias en sus múltiples versiones que circulan alrededor de viejas glorias de aquellos viejos días, cuando todo era más tranquilo y sencillo, y cuyo sentimiento nostálgico ambienta y atrapa muy bien Ya no estoy aquí.
Identidad: ropa, peinado, slang.
Es imposible no pensar en la violencia al ver Ya no estoy aquí. En todo aquello —amigos, espacios de diversión, familiares, casa— que, como ya dije sutilmente, el sexenio de Calderón nos arrebató. Sin embargo, considero que más que ser otra película que se limita a hablar sobre violencia, el narcotráfico y todas sus moralejas, lo que Ya no estoy aquí plantea en su narrativa es la resistencia de la identidad. Recordemos que sus protagonistas se autonombran Los Terkos. Los Terkos es un grupo de amigos —Ulises, Isaí, Pekesillo, Jeremy, Sudadera, Chaparra— que gozan su identidad siendo cholombianos. Los cholombianos son, pues este grupo contracultural de jóvenes que fueron muy famosos en Monterrey, herederos de las migraciones de mediados de siglo, que se vestían tumbados muy al estilo de los cholos de California, con peinados estrafalarios, y que se juntaban para escuchar y bailar cumbias rebajadas a las que llaman Kolombias.
Lo que me gusta de la película es, que, a pesar de explotar muy por encima estos rasgos identitarios, no los exotiza ni romantiza, además que Ya no estoy aquí explora el barrio como lo que es: un mosaico multicultural en el que conviven diferentes formas de pensar y expresarse. Porque si bien, ellos, Los Terkos, eran una pandilla que reproducían códigos barriales parecidos al de Los Pelones—slang, comportamiento, sentido de pertenencia—, lo cierto es que sus motivaciones y sueños personales eran completamente distintos. Pero además Ya no estoy aquí va más al fondo, su exploración no queda limitada al territorio donde la identidad de Ulises se siente cómoda, justo donde él la expresa todo el tiempo porque es una especie de líder de su pandilla: la identidad se pone a prueba allá fuera, en la soledad de El Otro Lado, al ponerla en la sombra de su reflejo cuando avanza por los rieles el metro neoyorkino, en el excesivo e intenso interés de su amiga y enamorada china Lin, y en el castre —que termina en golpiza y agandalle— por otros emigrados como él, cuando lo llaman sayayín. Estos rasgos de identidad me hicieron pensar en mis propios amigos del vecindario. Justo en aquellos años cuando nos poníamos un arete de circonio en la oreja izquierda y vestíamos con Takas (capri-pants, camisas de futbol de equipos, lentes para sol en la noche y tenis blancos). Vestimenta que, como a Los Terkos, alimentaba nuestra identidad a muchos jóvenes que crecimos en el barrio veracruzano, principalmente en los dibujados a lo ancho de la zona norte. Yo sé que plantear estas cosas en un país clasista como el nuestro ocasiona conflictos personales, sobre todo en nuestras clases económicas más acomodadas. Siempre que existe el encuentro con este tipo de narrativas periféricas, algo siempre se toma a mal, se dicen cosas, debido a las barreras de raza y clase, como “ay, ahora todo se tiene que hacer con personajes gays o morenos”, a pesar de que la mayoría de las producciones sigan reproduciendo modus vivendi de gente blanca y privilegiada. Por eso resulta gracioso que Ya no estoy aquí haya resultado incómoda para muchos regios, quienes, escandalizados, espetaron que ellos no eran así, y que, además, dicha película daba mala imagen a la ciudad. Algo parecido pasó en un post de un amigo que se hizo viral en Facebook, quien, al ver la película, no pudo sentirse más identificado con el vestir de los cholombianos, y remitirlo a la forma en cómo vestíamos en el puerto durante nuestra adolescencia. Muchos tacharon, injustamente, a mi amigo de romantizar la delincuencia cuando lo único que hizo fue reconocerse en el reflejo de la identidad de los personajes de la película.
Heimweh y el regreso de Ulises
La primera vez que vi la película, hace como un año, me pregunté si el nombre de Ulises era casualidad o si realmente el director Fernando Frías lo pensó en honor a Odiseo, el gran rey de Ítaca que tardó 20 años en regresar a su lugar de origen. Para ser sinceros, no sé si el director ya ha respondido a esa pregunta, al menos no en las entrevistas que busqué en internet, pero lo que sí puedo decir, es que cuando lo pensé de ese modo, no pude otra hacer otra cosa más que relacionarlo con La Odisea y detenerme a merodear sobre la dureza del regreso: si la muerte de Argos, el perro fiel, viejo y bañado de estiércol del rey de Ítaca, sucedida a los pies del mendigo disfrazado que es Ulises, resulta una de las escenas más dolorosas y tristes de la literatura universal, ¿qué acaso no es la herencia de ese dolor el del Ulises de Ya no estoy aquí cuando vuelve deportado, sin su peinado y su ropa, sólo para presenciar el paseo fúnebre de su amigo Isaí mientras Pekesillo dispara al aire y Chaparra embarazada llora su muerte?
Pienso que, además del dolor, el sentimiento más profundo de la película es la nostalgia. Una nostalgia que podemos sentir gracias a los flashbacks puestos estratégicamente en una historia que nos deja ver a un joven vulnerado todo el tiempo por ella. Martillándole una y otra vez la cabeza en la soledad del sueño americano. Una nostalgia a la que regresa cada tanto al ver viejos videos y fotografías, una nostalgia que lo hace pensar sobre lo que fue y no volverá. Una nostalgia atravesada por la añoranza y el dolor. Heimweh le llaman los alemanes. Una palabra intraducible que Mariana Oliver, en su libro Aves Migratorias explica mejor que yo: Así, en principio, Heimweh es “dolor”. Pero no un dolor cualquiera, es un dolor por la casa, por el espacio perdido, por la lengua, por lo que considerábamos propio y ya no está.
Ya no estoy aquí es, además de un retrato íntimo y personal sobre lo que sucede con las juventudes y sus identidades en contextos violentos normalizados, la historia de la soledad del hombre: la soledad de su personaje principal, Ulises, lidiando con su propio heimweh, contrala culpa silenciosa por su desplazamiento forzado del barrio regio que dejó por un malentendido: la nostalgia de todas las canciones que ya no bailó al lado de sus camaradas. Es el heimweh por lo perdido y jamás recuperado, y que de vez en cuando en cada recorrer en bicicleta o caminata sobre alguna calle o pendiente, se asoma, a lo lejos, como el eco de una música que se apaga.
Juan Eduardo Mateos Flores (Puerto de Veracruz, 1991) es narrador. Egresó de la Facultad de Ciencias de la Comunicación por la Universidad Veracruzana. Sus textos han aparecido en varios medios locales, nacionales y algunas antologías. En 2015 obtuvo la beca Prensa y Democracia (PRENDE) que otorga la Universidad Iberoamericana. En 2017 la revista Punto de Partida lo seleccionó en un dossier de jóvenes cronistas nacidos en los 80’s y 90’s. Actualmente trabaja como librero en la Librería Mar Adentro.
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