por Miguel Ángel Galán
En el documental mexicano Te Nombré en el Silencio acompañamos al colectivo Las Rastreadoras para ver de cerca cómo mueven el cielo, la mar y sobre todo la tierra para encontrar a sus desaparecidos. Cavan, se organizan y en ocasiones, como invocación o catarsis, cantan y rezan. Sobre estos cantos, rezos y un corrido tengo algo que contarles en esta entrada de #BlogCIBEF.
Acompañé a mi madre a la parroquia de su pueblo hace más o menos un mes. Es una iglesia muy querida por la gente, la adornan con flores permanentemente, le cuidan cada detalle a la pintura, le colocaron una enorme pared de madera llena de detalles en el fondo del altar. Mi mamá me confió que está ahorrando para comprar un candelabro que termine de adornarla, “un candelabro grande, bonito, que luzca”.
La misa de esa tarde fue una celebración especial en la que los asistentes pasaban a hincarse frente a una cruz de madera de un metro, se persignaban, le daban un beso (opcional) y le dejaban una moneda (esto no era opcional). Me llamó la atención que no fue conducida por el padre oficial sino por los integrantes del grupo de oraciones de la comunidad.
Pero dejé de pensar en todo eso con los cantos y oraciones que comenzaron una vez que todos pasaron a hincarse frente a la cruz. No eran rezos de castigo o culpa, hablaban más bien de pérdida y extravío, de esa sensación de deriva cuando dejas de creer en algo y no encuentras a qué sostenerte. En eso estaba cuando mi mamá me tomó del brazo y me dijo “quiero que escuches ese canto con atención”.
En Te nombre en el silencio (2021), el director José María Espinoza de los Monteros y su equipo acompañan a Las Rastreadoras del Fuerte para buscar posibles restos de personas en zonas desérticas. Llevan unas indicaciones en papel, un mapa dibujado a mano, palas, picos y varillas de metal.
Después de caminar por la tierra seca, las Rastreadoras encuentran indicios en el suelo: una textura particular de la tierra en cierto punto, un espacio en blanco en medio de ramas secas y piedras, un pedazo de ropa, un pequeño cúmulo de cabellos o un hueso casi invisible. Clavan la varilla en la tierra con fuerza, la extraen y la olfatean, huele a descomposición, “es aquí”.
Comienzan a cavar, encuentran huesos, ropa y zapatos de una persona. Se sostienen mutuamente porque el cansancio las ha dejado exhaustas, es un cansancio emocional, lloran, se abrazan y dan gracias a dios. Ahora toman los restos como evidencia, comienzan a rellenar el espacio que era una fosa y que habrá de convertirse en un lugar santificado.
Una vez que la fosa ha sido rellenada la cubren con piedras, le colocan una cruz y arreglos con flores y le esparcen agua bendita de una botella grande de plástico. En seguida las rastreadoras se toman de las manos formando un semicírculo y comienzan a orar:
“Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre”
“ruega por nosotros que nos refugiamos en ti, madre nuestra, sálvanos. Por la llama de amor de tu inmaculado corazón te pedimos por el eterno descanso de…”
El canto que mi madre quería que escuchara contaba la historia de un pastor que perdió una oveja, tenía cien pero bastaba con perder una para sentir mucho dolor. Yo ya conocía ese canto, lo recuerdo de los días en que fui acólito. Aunque es una canción muy triste, no le habría prestado mayor atención de no ser por ver a mi madre cantarla a punto de llorar.
Gracias a dios nunca hemos sufrido una pérdida en la familia, pero mi madre sí me ha visto extraviado muchas veces, y yo he visto como me mira cuando las cosas no me salen o cuando no encuentro fuerzas, cuando estoy golpeado o soy yo quien golpea a las personas que me quieren, cuando estoy desanimado, confundido o desorientado.
No quisiera ver los ojos de mi madre buscando una oveja extraviada en el desierto.
Te nombre en el silencio retrata al colectivo Las Rastreadoras y las formas en que se organizan y trabajan, pero siempre partiendo de la figura de Mirna Nereida Medina, fundadora del colectivo. La cámara la acompaña desde que se levanta por la mañana hasta que cierra la oficina donde atiende a personas que llegan desesperadas pidiendo su ayuda.
También la acompañan en los viajes en carretera donde Mirna conduce su camioneta con el grupo y las herramientas en la batea, y en los que a veces se encuentra con su pareja para dejarle el lonche, darle un beso y desearle que dios lo bendiga. También se cruzan con migrantes abandonados que van a Estados Unidos, “imagínate a una mamá de ellos que no sepa donde están y ellos por acá sufriendo”.
En los viajes también canta, en medio de carreteras calurosas, camionetas sospechosas y vacas desorientadas, va cantando con tranquilidad: “dame paz, tranquilidad yo te lo ruego, una señal que me conduzca al paradero de los restos de mi hijo, por favor te lo suplico, que en tinieblas hoy se encuentra mi sendero”.
Un día, después de tanto buscar, Mirna Nereida encontró los restos que faltaban de su hijo. Lloró profundamente, su cuerpo se dobló con fuerza, le habló a su hijo, le pidió perdón, el resto del grupo la sostuvo en un enorme abrazo. Una vez que la parte física de su hijo estuvo reunida le dieron sepultura, le hicieron oración y brindaron con cervezas alrededor de su tumba de mármol.
Y no podía ser de otro modo, también se cantó un corrido en honor del joven: “ Voy a cantarles a todos un corrido muy mentado, se lo compuse a un muchacho por ser muy atrabancado. Hombres como era Roberto no se hallan en ningún lado. Vuela, vuela palomita, no te canses de volar, anda, ve y dile a la gente de Mochicahui y San Blas que Roberto no está muerto, siempre lo han de recordar”.
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